5° Domingo de Pascua
Hechos 6, 1-7, Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19, 1 Pedro 2,4-10, Juan 14,1-12
En la primera lectura de hoy, escuchamos sobre la decisión de iniciar un nuevo ministerio en la Iglesia primitiva: el diaconado. Fue una decisión que nació de la necesidad de hacer muchas cosas, y porque los apóstoles no podían hacerlo todo. Hubo discernimiento y oración, y, luego, Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás fueron elegidos para comenzar este nuevo ministerio en la Iglesia. Ellos fueron elegidos para seguir al Señor en una forma concreta: sirviendo en la caridad, especialmente a las viudas.
En la segunda lectura, San Pedro nos llama “Una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido”. A cada uno de nosotros, el Señor nos ha elegido en el bautismo. Somos, por el mismo bautismo, sacerdotes. Somos consagrados para realizar alguna tarea para el Señor.
La vocación cristiana es esencialmente un llamado al discipulado. La corresponsabilidad está fundamentalmente ligada a esta vocación. La meta de nuestra vida cristiana es la santidad, y el “camino” es Jesús y la imitación de su vida.
Felipe, confundido, pide a Jesús en el Evangelio: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. A esto, Jesús contesta: “El que me ha visto, ha visto al Padre”.
Esto nos enseña que Jesús es el rostro de Dios, la misericordia hecha carne. Él sale al encuentro de todos, va hasta las periferias geográficas y existenciales, anunciando el Reino como salvación y sentido de vida para la humanidad.
De ello se concluye que vemos al Señor cuando la gran pasión de nuestras vidas se une con el gran hambre del mundo. Cada uno de nosotros ve al Señor cuando aplicamos los dones propios para trabajar, tanto en el compromiso remunerado como en el voluntario, para lo que cada uno es especialmente habilitado. Vemos al Señor cuando nos damos cuenta de un llamado, por el sentido profundo que uno dedica a un trabajo significativo en el lugar donde uno pertenece. Vemos al Señor cuando, como discípulos corresponsables, tenemos un manejo responsable y ético de los recursos en el servicio a la comunidad.
Se puede decir que: la santidad es la meta y la corresponsabilidad es el camino. Desde este punto de vista, la corresponsabilidad es una forma de la vida cristiana, reconociendo todos los dones de Dios para nosotros; recibiéndolos con gratitud; compartiéndolos con los demás, y dando su retorno con aumento a Dios. Corresponsabilidad significa que no somos realmente los propietarios de lo que Dios nos ha dado, sólo administradores.
Cada uno de nosotros es un ser único que Dios ha llamado a ser fiel a Él. Nuestro nacimiento en una familia y las circunstancias que han dado forma a nuestro camino en la vida están dentro del plan de Dios para cada uno de nosotros. Nuestra fe católica nos enseña que todos estamos llamados a tomar un papel activo en la Iglesia de Cristo a través de ofrecer nuestro tiempo, nuestros talentos, y nuestros bienes.
Jesús nos llama, como sus discípulos, a una nueva forma de vida, en la que la corresponsabilidad es parte. Pero Jesús no nos llama como anónimos en una multitud sin rostro. Él nos llama individualmente, por nombre. Cada uno de nosotros, consagrados y laicos; casados, solteros; adultos, niños, tiene una vocación personal. Dios quiere que cada uno de nosotros desempeñe un papel único en la realización del plan divino.
El desafío, entonces, es entender nuestro papel, nuestra vocación y responder generosamente a este llamado de Dios. Los santos, como San Esteban de la primera lectura, como los Apóstoles, como San Alberto Hurtado y Santa Teresa de los Andes, son los que, por excelencia, han unido su tiempo, sus talentos, sus bienes, su vocación, en servicio de Dios. Cristo nos llama, a cada uno de nosotros, a ser buenos administradores de nuestras vocaciones personales que recibimos de Dios.
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